Contra el libre albedrío: un bajón, una oportunidad y una fiesta
¿Somos lo que algo en nosotros –en el cerebro, que también somos nosotros– decide siempre un momento antes de que creamos hacerlo? Un artículo sobre el libre albedrío al hilo del libro ´Decidido´, de Robert Sapolsky.

Escritor y periodista científico. MD, PhD
Este artículo es una colaboración con Tercer Milenio, suplemento del Heraldo de Aragón, donde fue publicado originalmente.
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Alguien ha escrito un libro de más de 500 páginas para decir que, aunque lo pienses, tú no has elegido dónde pasarás las vacaciones ni, por supuesto, si ahora tienes vacaciones. No elegiste el último postre ni elegirás el siguiente ni —eso es—, ningún otro. No decidiste tu voto y nunca en realidad lo harás. Ese alguien es el neurocientífico Robert Sapolsky, el libro se llama ´Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío´ (Capitán Swing) y viene a decir que lo que crees que eres va siempre detrás de la máquina. Que la meritocracia no existe y no solo por una cuestión de clase social, sino porque el talento y el esfuerzo no tienen agencia y, por tanto, no merecen orgullo. Que reconocerlo puede ser un “bajón total”, pero también una oportunidad, una ventana de comprensión y cambio a mejor. Que, paradójicamente, puede ser liberador. También dice que en el 99,9 % de los artículos sobre el libre albedrío aparece Libet, normalmente en el segundo párrafo.

Libet fue otro neurocientífico americano cuyos experimentos en los años 80 amenazan con noquear a quien se acerca a conocerlos. Básicamente mostraban que cada vez que creemos decidir una acción muy simple –como pulsar un botón o acercarnos una taza de café– el cerebro ya la había planeado unos milisegundos antes. Que lo que creemos que somos va detrás de la máquina. En el año 2008, el grupo del investigador John Dylan-Haynes fue aún más allá: reconoció patrones en otras zonas del cerebro hasta varios segundos antes de la acción. ¿Somos lo que algo en nosotros –que también somos nosotros– decide siempre un momento antes de que creamos hacerlo?
Los experimentos libetianos tratan de decisiones muy simples, no han sido refutados pero sí muy criticados, y su precisión no parece superar el 80%. ¿Bastan para negar por completo el libre albedrío? Sapolsky sabe que no. Su principal argumento es en realidad que no se puede demostrar que un comportamiento surja de la nada, que todo tiene una causa o influencia anterior, que no hay más espacio ahí. Según una de sus imágenes favoritas, “el mundo está a lomos de una tortuga gigante”. Y esa tortuga está a lomos de otra, y así sucesivamente; “son tortugas hasta el fondo”.
Temporalmente, esas influencias han tenido lugar segundos, minutos, horas, años y milenios antes. La decisión de pulsar un botón, de tomar el café, de cómo responder a un insulto, a una declaración de guerra o de amor depende del neurotransmisor recién liberado, de la hormona circulante fabricada con anterioridad, de las versiones de tus genes y, por supuesto, de un sinfín de variables ambientales y culturales que perfilaron y te perfilaron para este momento (porque todo esto está lejos de caer en un reduccionismo biológico, pero ten en cuenta también que el mero café de la mañana basta para convertirte en una persona distinta).

Sapolsky no duda en su afirmación. Reconoce que el 90% de los filósofos (y cierto número de neurocientíficos) no opinan como él, pero va rechazando sus argumentos con más o menos encono o dedicación. Y si alguien quiere usar la física cuántica o la teoría del caos para salvar su libertad, tampoco va a encontrar consuelo ahí: que la realidad incluya el azar no implica libertad; que el futuro no sea predecible no significa necesariamente que no esté determinado, solo que no puede ser conocido. Y en ningún caso implica que se puede escoger (incluso los mayores defensores del libre albedrío reconocen que la capacidad para ejercerlo es mucho menor que la que sentimos tener).
Sapolsky ha escrito un libro de más de 500 páginas potente e irregular, irónico y explicativo aunque a veces verborreico, esparciéndose en ramas laterales que en ocasiones no termina de apretar. Ha escrito 500 páginas de las que casi la mitad son un remedo de su anterior y monumental Compórtate, un libro en el que explicaba de dónde surgían los comportamientos y que en el fondo ya negaba el libre albedrío pero donde la idea no pareció quedar suficientemente clara. Como dijo en una entrevista: “dios mío, después de escribir 800 páginas de un libro parece que he sido demasiado sutil”. Al final ha escrito dos libros sobre algo que se puede resumir en este fragmento que él mismo escribió en una columna allá por 2013:
“El concepto de libre albedrío requiere que uno suscriba la idea de que a pesar de ser un remolino de asquerosidad biológica y blandas partes cerebrales rellenas con genes, hormonas y neurotransmisores hay, sin embargo, un búnker subterráneo en un rincón apartado del cerebro, un centro de control que contiene un homúnculo que elige tu conducta. En ese punto de vista, el homúnculo podría estar hecho de nanochips, de tubos vacíos polvorientos, de papel de pergamino arrugado y viejo, de estalactitas de la voz amonestadora de tu madre o de vetas de azufre. Y, en esta visión de la conducta, sea lo que sea de lo que esté hecho el homúnculo, no está hecho de algo biológico. Pero no hay un homúnculo y no hay libre albedrío”.

Si estás con Sapolsky quizás hayas pasado o pases también por algún momento de “bajón total” y asquerosidad biológica. Si es el caso, quizá una imagen ayude a recuperar cierta autoestima, una dignidad de especie. Si, como repetía Carl Sagan, somos la forma que tiene el universo de conocerse a sí mismo, parece que también podemos ser capaces de reconocer o plantearnos el posible autoengaño, la ilusión de libertad a la que nos tiende a someter. Y todo engaño es, en cierto modo, una forma de humillación. Como dice Belén Gopegui en su libro ´Pequeñas heridas mortales´: “No me entiendas mal, me gusta el conocimiento. En aquel viejo debate sobre si comprender la química del olor de las lilas impide apreciarlo veo claro que no, ni lo impide ni priva de la sacudida ante el recuerdo que despierta. El problema no es conocer”.
Conocer puede implicar comprender. Negar el libre albedrío quizás implique riesgos, pero también oportunidades. En realidad no vamos a poder vivir como si no fuéramos libres, pero podemos hacerlo entendiendo al mismo tiempo que no lo somos: he ahí el líquido equilibrio, la oportunidad y el torbellino.
Las consecuencias. Entre el nihilismo y la oportunidad: tú “eliges”
“Si no hay Dios, todo está permitido”, decía Dostoievsky en ´Los hermanos Karamazov´. ¿Se comportan de forma más inmoral los ateos o agnósticos que los creyentes? ¿Nos comportaríamos peor, trazando el paralelismo, si aceptamos que no somos libres y, por tanto, responsables? Esta sería una de las posibes primeras consecuencias. Sutilezas mediante, Sapolsky recoge numerosos experimentos para decirnos que no parece ser el caso. En ninguno de los dos casos.
Otra derivada posible sería el peligro de la inacción, un ejército de Bartlebys susurrando “preferiría no hacerlo” ante la falta de encontrar un sentido si todo está ya decidido. Así lo escribió Ted Chiang en “Lo que se espera de nosotros”, un relato al estilo de un experimento de Libet en el que el estado final para muchos es “el mutismo acinético, una especie de coma despierto”: el cuento del bajón total. El peligro se antoja plausible, pero al mismo tiempo la gente puede no querer sufrir, puede querer la felicidad. Libres o no, el dolor y la felicidad son reales. Sería como desear que todas las películas que vieras acabasen mal, solo por pensar que no puedes modificarlas.
Más aún: incluso si tus acciones están decididas, renunciar conscientemente por ello no es un ejercicio de lucidez. Nunca puedes saber qué está dictado, así que la renuncia solo sería una mala y un tanto cutre profecía autocumplida. No puedes jugar a un juego del que desconoces las reglas. En el fondo, la vida sin libre albedrío sería un estado líquido y ambivalente que se podría resumir con esta frase de Borges (aunque no se refiriese a ello): “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”.
Contra la posible falta de sentido, se abren también paisajes de comprensión. Conocer las causas y los mecanismos de muchas enfermedades redujo la sensación de libre albedrío y, al mismo tiempo, muchas injusticias y sufrimiento: la epilepsia se consideró y juzgó durante siglos una posesión demoníaca libremente aceptada; se culpó a las madres y a su crianza de las alucinaciones de la esquizofrenia; personas autistas han vivido vidas de profunda incomprensión.
No nos cuesta sacrificar el concepto de libertad en estos casos, pero en el fondo no es muy diferente a otras muchas situaciones cotidianas que disculpamos y comprendemos según lo que consideramos nuestras particularidades, condicionantes y capacidad. La idea está ahí, pero sin llevarla al límite. Incluso Sapolsky, que piensa así desde hace 50 años, reconoce que el 99% del tiempo, sin embargo, no puede “ni remotamente alcanzar esa mentalidad”. Por incapacidad y porque hay una delicada tensión entre lo que puede ser comprensión y lo que podría tornarse también en una indulgencia excesiva y antipragmática.
Llevarla la idea al límite implicaría introducir cambios en la justicia. Ya no habría criminales, porque en el fondo no serían responsables. Sapolsky plantea y recupera la idea de restricciones preventivas y proporcionales. Sabiendo qué personas son más peligrosas, habría que situarlas en lugares para ponerlos en cuarentena y así proteger al resto. Lugares que les ofrezcan la posibilidad de rehabilitarse. Y, como no es culpa suya (¿nuestra?), deberían ser lo más cómodos posibles, deberían tratar de compensar las consecuencias de la restricción. Sapolsky lo plantea pero sabe lo lejos que estamos de poder predecir esas situaciones y los dilemas éticos que suscitaría.
Menos lejos estamos, quizá, de hacer caer el concepto de meritocracia, a quien la falta de libre albedrío fulmina en todas sus formas. Lo hace en un plano general, en el de la influencia cada vez más presente de la clase social y económica, de todos los condicionantes del entorno y las desiguales oportunidades y limitaciones recibidas, más evidentes cuantos más estudios aparecen. Alguien puede ver ahí un cierto fatalismo, una suerte de no-salida dictada desde la cuna y, al mismo tiempo, una visión autocomplaciente desde el privilegio: no es justo, pero las cosas son así y yo, Robert Sapolsky, que escribo esto desde mi despacho, te comprendo y sigo con mi vida.
La teórica falta de libre albedrío no implica, sin embargo, que las cosas no puedan cambiar. Y que lo hagan para bien. El conocimiento y la toma de conciencia quizá no sean libres, pero son herramientas poderosas que permiten y alientan el cambio. En palabras también de Gopegui: “Encontrar causas biológicas no descarga a la sociedad de la tarea de evitar las causas de las causas, aquellas que disparan una predisposición biológica, o las que niegan la ayuda para evitar que suceda, o el apoyo cuando ya ha sucedido. Por el contrario, los descubrimientos biológicos pueden ser argumentos para que la sociedad actúe con mayor conocimiento y encuentre soluciones”.
Y si la falta de libre albedrío fulmina la meritocracia social, también lo hace en el plano más individual. Si no cabe el orgullo por los talentos o las capacidades que por genética y entorno nos vienen dados, tampoco cabe por el esfuerzo o la fuerza de voluntad, que no dejarían de ser talentos no elegidos para el autocontrol o para diferir la recompensa. He ahí el filo de una cornisa, un delicado equilibrio que puede oscilar entre el orgullo mal entendido y una candidez indulgente frente a la pereza: ¿negar el mérito del esfuerzo puede suponer una catástrofe motivacional?
He aquí una idea de actuación. Gopegui, en su novela ´Quédate esta día y esta noche conmigo´: “Pienso –dice Olga– que sería mejor si, en vez de estar orgullosas de lo que son, las personas transportaran sus capacidades como algo que han encontrado dentro de sí, si las transportaran con asombro”.
Porque quizá todo esto sea como en aquel poema de Roberto Juarroz, ´A veces me parece´:
A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie.
En el centro de la fiesta
está el vacío.
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.