Terapias ineficaces: cuando más es menos
Bastantes prácticas médicas no resultan mejores que aplicar soluciones sencillas o menos invasivas. Incluso pueden ser peores que no hacer nada. Nuevas plataformas e iniciativas tratan de revisarlas para ser más eficientes.

Escritor y periodista científico. MD, PhD
Este reportaje es una colaboración de Jesús Méndez con la revista Muy Saludable de Muy Interesante, donde fue publicado originalmente con el título: ¡Te has pasado con la cura!
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Durante siglos y siglos, una de las maneras de tratar casi cualquier enfermedad consistía en practicar sangrías. Ya fuera mediante cortes en los brazos o usando sanguijuelas, sacar sangre del cuerpo parecía operar como una panacea universal, un remedio curalotodo. No se sabe muy bien cómo empezó la costumbre, pero no dejó de usarse hasta prácticamente el siglo XX, a pesar de lo ilógico que pueda parecer ahora, aunque en este momento se nos antoje casi una aberración.
(Hoy en día solo se usa para tratar una enfermedad llamada hemocromatosis, un exceso de hierro. Pero obviamente ya no se utilizan las desagradables sanguijuelas.)

A veces, sin embargo, la ineficacia de los tratamientos no es tan evidente. Durante la mayor parte del siglo pasado, si una mujer sufría un cáncer de mama lo más probable es que se le practicase una mastectomía radical: la extirpación completa del pecho y de los músculos que se encuentran bajo él. Era una operación muy agresiva, con numerosos efectos secundarios, no solo estéticos y psicológicos. Pero tenía sentido: cuanto más tejido se quitase, menor era la probabilidad de que el tumor pudiera extenderse. ¿O no?
Pues no. A partir de los años 70 se vio que, en muchos casos, una cirugía más pequeña, eliminando solo el tumor y un poco de tejido alrededor de él, conseguía los mismos resultados que la agresiva técnica anterior. Y, por supuesto, con muchos menos efectos secundarios.
Ejemplos como este siguen presentes en la actualidad, más o menos ocultos, con mayor o menor importancia. Y cada vez más voces se preguntan por ellos. Una de las más críticas es la de Jon Ioannidis, profesor de medicina en la universidad de Stanford. Uno de sus artículos de opinión comenzaba tal que así: “¿Cuántas de las prácticas médicas actuales no son mejores o incluso son peores que no hacer nada o que hacer otra cosa que es más sencilla o más barata? Es una pregunta importante, dadas las repercusiones negativas que tiene para los pacientes y para los sistemas de salud el aplicar continuamente intervenciones y pruebas ineficientes, caras o incluso dañinas”.
Cuando más es menos y cuando menos es menos
Si hablamos de prácticas ineficaces, muchas cumplen la lógica de que, en su caso, más se convierte en menos. Varios de los casos recientes detectados tienen que ver con la salud cardiovascular. Un ejemplo: durante los años 80 y 90 se recomendaba a las mujeres en la menopausia que tomaran una terapia hormonal sustitutiva. El tratamiento no solo mejoraría los síntomas de sofocos y demás, sino que disminuiría su riesgo de infarto en un futuro. En 2002, sin embargo, un gran estudio encontró lo contrario: no solo no disminuía el riesgo, sino que podía aumentar la mortalidad en algunos casos. La recomendación general desapareció.

Otro ejemplo, este aún en disputa: durante años, a muchos pacientes con enfermedad coronaria pero estables (en los momentos iniciales de la enfermedad) se les operaba para introducir en la arteria estrechada un stent, una especie de muelle que la mantuviera bien abierta y permitiera a la sangre circular con facilidad. Era una técnica cara e invasiva, y se aplicó a muchísimas personas, pero parecía tener sentido hacerla si mejoraba el pronóstico de los enfermos. Un estudio de 2007, sin embargo, lo negó: la operación no parecía ofrecer mejores resultados que tomar correctamente las pastillas habituales. Motivado por ello, al año siguiente su uso cayó un 13%, pero algunos expertos cuestionaron las conclusiones: en los años siguientes se fue recuperando y ahora está en niveles parecidos, a pesar de las dudas sobre su eficacia.

Aunque son menos los casos, también puede suceder lo contrario: que una práctica eficaz permanezca oculta durante años, sin aplicarse a pesar de su valor. Un ejemplo: varios trabajos habían visto desde los años 70 que, ante la amenaza de un parto prematuro, administrar corticoides aceleraba la maduración del feto y reducía su sufrimiento y mortalidad. Aunque los indicios parecían sucederse no fue, sin embargo, hasta casi 20 años después que una revisión de todas ellas hizo que empezara a recomendarse. Las pruebas estaban ahí, pero era necesario agruparlas y sacarlas a la luz.
Todos estos ejemplos son, en mayor o menor grado, pruebas de los conceptos que empiezan a poblar la medicina moderna y que parecen casi más términos económicos que científicos.
Iniciativas para una medicina más cabal
“Hay gente que habla de conceptos como desinversión o reinversión, yo prefiero el de adecuación”, comenta Xavier Bonfill, director del servicio de Epidemiología y Salud Pública del Hospital Sant Pau de Barcelona y director del centro Cochrane Iberoamericano, una de las principales redes de profesionales que luchan por implantar lo que se ha dado en llamar la medicina basada en la evidencia. “La adecuación es un término que combina tres aspectos: la eficacia, la seguridad y los costes. De lo que se trata es de mejorar las decisiones, primando aquellas que tienen alto valor, donde los beneficios estén muy por encima de los posibles inconvenientes”.
El equipo de Bonfill ha puesto en marcha dos iniciativas novedosas en este sentido. Una de ellas se llama MAPAC (Mejora de la Adecuación de la Práctica Asistencial y Clínica), que comenzó como un proyecto en el propio hospital de Sant Pau pero que se ha ido extendiendo ya a muchos otros hospitales. “Llegó un momento, en el peor periodo de la crisis, en que decidimos que había que identificar cosas que no había que hacer. De esa forma no solo podríamos ahorrar y reinvertir el dinero en aquellas que sabemos que son más eficaces, sino que también reduciríamos los efectos adversos”, comenta Bonfill. Serían una suerte de “procedimientos Bartleby”, como el personaje de Melville, que continuamente dice: “preferiría no hacerlo”.

Pero, ¿cómo buscar esas terapias ineficaces? Existen diversas iniciativas en todo el mundo que, de una manera u otra, revisan los estudios disponibles y/o formulan recomendaciones. Sin embargo, hasta hace poco había que ir consultándolas una a una, independientemente. De aquí nace la segunda iniciativa del equipo de Bonfill: se llama DianaSalud, y es una web que centraliza y clasifica la mayoría de ellas, facilitando enormemente la búsqueda. “Lo desarrollamos por interés propio, para trabajar más fácilmente, pero sabiendo que tendría también valor para muchos otros profesionales, incluso para los pacientes”. DianaSalud funciona como una web abierta donde hay recogidas ya más de 3.000 recomendaciones de 24 iniciativas diferentes, organizadas en categorías. “Esto permite, por ejemplo, si eres cirujano vascular, identificar rápidamente 50 cosas que seguramente no deberías hacer”, apunta Bonfill. Porque eso sí, “la mayor parte de las recomendaciones tiene que ver con el no hacer. Para incorporar novedades ya existe suficiente presión por otros canales”.
De la teoría a la práctica a la realidad
Una de las recomendaciones que MAPAC propuso en el hospital de Sant Pau fue la de dejar de dar paracetamol por vía venosa a los pacientes en cuanto fuera posible, y pasar a la vía oral. Por rutina, se dejaban colocadas vías aun cuando a los enfermos solo se les daba analgésicos a través de ellas. Esta simple recomendación ha permitido “ahorrar unos cien mil euros y probablemente reducir el número de infecciones”, asegura Bonfill. Otras tienen que ver con que en ocasiones los médicos solicitan pruebas innecesarias, simplemente porque están cerca de otras en los formularios. Pero no siempre es sencillo cambiar los procedimientos.
Las razones de la resistencia al cambio pueden ser varias: una es la simple rutina, el apego al “así es como se ha hecho siempre”; otra son los intereses, tanto económicos en algunos casos como incluso profesionales: si alguien innova con algún procedimiento puede consciente o inconscientemente interesarle aplicar esa innovación, aunque su eficacia no sea mayor que la de otros. También influyen en algunos casos los propios valores culturales y, en no pocos casos, el mero desconocimiento de cuál es la manera más eficiente de abordar un problema concreto.

Por eso, para implantar nuevas recomendaciones, suele ser necesario poner medidas. Un ejemplo: hace un tiempo se estableció que, después de cinco años tras la menopausia, no convenía dar bifosfonatos, unos de los medicamentos más populares contra la osteoporosis. ¿Las razones? Que no parecen eficaces y que pueden tener efectos adversos, además del coste que conllevan. “En Navarra se hizo una presión fuerte y directa con comunicados y notificaciones repetidas a quienes los prescribían para que esta medida se implantara”, comenta Bonfill. Desde entonces se han ahorrado más de 2,5 millones de euros anuales. Pero esto también destapa otro problema: “Con la misma evidencia, allí han tomado una decisión que en muchos otros sitios no se ha tomado. Es decir, se deciden cosas diferentes para pacientes similares”.
¿Cuántas terapias ineficaces se están usando hoy?
Muchos de los ejemplos modernos de prácticas ineficaces tienen que ver con lo que se conoce como el sobretratamiento y la medicalización de la salud, la presión moderna que existe por tratar lo que en ocasiones quizá ni siquiera debería tratarse. Otros se refieren al hecho de que a veces se usan procedimientos más caros o agresivos que no dan mejores resultados que otros más baratos o seguros. Pero, ¿cuál es el porcentaje de prácticas que se pueden considerar ineficaces?
Un estudio de 2011 de la revista BMJ que se hizo muy conocido analizó 3.000 prácticas médicas en base a la evidencia que se tenía sobre su eficacia. Sus conclusiones fueron que en el 50% de las prácticas no había una evidencia clara sobre su utilidad. Esto no quiere decir que no sean eficaces, solo que no se tiene la certeza aún de que lo sean. Además, incluían prácticas de terapias alternativas como la acupuntura, que apenas han mostrado un escaso valor en muy contadas situaciones. Por eso Bonfill no es “partidario de dar datos concretos, pero sí es sabido que una parte no despreciable de las prácticas actuales despierta dudas sobre su eficacia”. Abel Jaime Novoa, médico de familia y presidente de la plataforma No Gracias, una asociación que nació con la voluntad de promover la transparencia y la equidad en las políticas de salud, reconoce que es difícil hacer estimaciones con precisión, pero ofrece datos aproximados: “En Estados Unidos, un artículo muy citado calculó que el porcentaje del presupuesto dedicado a sanidad desperdiciado está entre el 21 y el 47%, en gran parte por sobretratamiento o por tecnologías que no aportan valor. En España no hay estudios, pero algunos expertos hablan de cifras entre el 25 y el 30%”. Bonfill recuerda a Archibald Cochrane, el fundador de la iniciativa que ahora lleva su apellido, quien “hace ya 40 años decía que los técnicos ministeriales animan a los médicos a dejar de hacer prácticas de poco valor. El problema es que nadie sabe cuáles son”.

Otro estudio muy interesante analizó los artículos que se habían publicado entre 2001 y 2010 en la revista New England Journal of Medicine, seguramente la más prestigiosa entre los médicos. Ofrecía datos muy curiosos. Uno: el 70% de estudios eran sobre procedimientos nuevos, y menos del 30% revisaba prácticas actuales. Es decir, se prima la novedad frente a la revisión. Otro: hasta el 40% de las prácticas actuales parecían peores o al menos no mejores que las anteriores recomendaciones. Aunque se trata de un solo estudio sobre una sola revista, algo parece claro: “Se ha confundido la innovación con la sofisticación”, asegura Bonfill.
Un año antes, algunos de sus autores avisaban de que parte de este problema venía de la introducción demasiado rápida de novedades, con evidencias escasas e interesadas, entre otras cosas porque muchos de los estudios son desarrollados por la propia industria que quiere comercializar sus productos. “Pedir a los propios patrocinadores que hagan los estudios es como pedir a un pintor que juzgue su propio cuadro para recibir un premio”, aseguraban. Una solución que proponían era la de crear un centro público que recibiera la financiación (incluida la de la propia industria) y que desarrollara su labor de forma independiente. Para Bonfill, “esto sería una buena medida y solucionaría una parte de los problemas. Pero quedarían otros, entre ellos los sesgos de publicación (tienden a publicarse más los resultados positivos que los negativos) o la propia presión de los pacientes, que muchas veces quieren tratarse con la última moda”.
Hacia un futuro más certero

Parece inevitable aceptar que siempre habrá un cierto número de terapias susceptibles de ser retiradas. Las investigaciones se van acumulando, raras veces son absolutamente definitivas, y en esa mayor o menor incerteza “hay que tomar decisiones”, comenta Bonfill. El hecho de identificarlas podría tomarse hasta cierto punto como un síntoma de salud del sistema, que se vigila y lucha por mejorarse.
Además de aumentar la revisión sobre lo que ya se hace, cuanto mejores sean las decisiones iniciales menos necesidad habrá de volver atrás, cuanto más segura sea la evidencia primera seguramente más tiempo y dinero se ahorrará y mejores tratamientos podrán recibir los pacientes.
Novoa propone varias soluciones para mejorar los ensayos clínicos: “que sean transparentes (y si no, que las revistas no los publiquen), que los realicen organismos independientes y que las agencias de evaluación sean más exigentes. Así se evitarían casos como el del Tamiflu, un antiviral que resultaba no ser mejor que el paracetamol para la gripe”.
Una de las herramientas para mejorar las decisiones ha ido creciendo en los últimos años. Se llama la escala GRADE, y permite valorar de forma más transparente la calidad de la evidencia que se tiene sobre un procedimiento: tiene en cuenta el tipo de estudios disponibles y su consistencia, valora la eficacia y la pone en contexto comparándola con procedimientos alternativos. Finalmente, establece una clasificación en cuatro apartados y determina la fuerza de la recomendación. Bonfill es firme partidario de esta propuesta, porque “evita que se tomen decisiones por consenso, en base a opiniones, aunque sean de expertos. Además, cuando una recomendación es fuerte, ya sea a favor o en contra, difícilmente se va a cambiar”.
En el mismo estudio en que se hablaba de los pintores juzgando su propio cuadro, otro párrafo resumía parte de la situación: “La práctica de la medicina ha evolucionado durante siglos a través de teorías, experiencias personales, bocados de evidencia, consensos de expertos y diversos sesgos y conflictos. Cuestionarse de forma rigurosa prácticas que llevan mucho tiempo establecidas es difícil”.
O también: aunque la medicina ha ido progresando durante siglos, cualquier cosa es siempre susceptible de revisarse y mejorar.
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Y además:
Revisando la evidencia: algunas iniciativas
Existen diversas iniciativas en todo el mundo dedicadas a establecer el valor de un gran número de procedimientos y a recomendar o, sobre todo, dejar de recomendar su uso. Estas son algunas:
NICE, “Do not do” (No hacer): El Instituto de la Salud Británico (NICE) es un referente en la publicación de guías clínicas con numerosas recomendaciones. Uno de sus apartados es del llamado “Do not do” (No hacer), con indicaciones sobre procedimientos que deberían dejar de usarse.
Less is more (Menos es más): es una sección de la revista JAMA, la revista de la Asociación Médica Americana, donde se publican periódicamente aspectos en los que la abstención médica puede ser mejor que la sobreatención.
MAPAC: esta iniciativa, nacida en el hospital de Sant Pau de Barcelona, analiza la evidencia científica y establece recomendaciones concretas para el propio hospital. En poco tiempo ha ido extendiéndose a otras clínicas y regiones. En paralelo se desarrolló también el portal DianaSalud, un agregador de hasta 24 iniciativas para organizar y canalizar las recomendaciones nacionales e internacionales disponibles. Otros proyectos funcionando en España son el Compromiso por la Calidad de las Sociedades Científicas en España, del Ministerio de Sanidad, y Essencial, una iniciativa de la Generalitat de Cataluña.
Choosing Wisely (Elegir sabiamente): es una iniciativa en la que un gran número de sociedades médicas de diversas especialidades y países establecen sus recomendaciones sobre los principales procedimientos a revisar o evitar. En este caso, según Bonfill “tienen menos peso, porque son listas establecidas por consenso, no tanto por la evidencia”.
Cochrane: esta organización, formada por profesionales voluntarios de más de 90 países (entre ellos una red iberoamericana), es un referente de la medicina basada en la evidencia. Aunque no establece recomendaciones, realiza revisiones periódicas de miles de publicaciones médicas para analizar el valor de las investigaciones y ayudar a tomar mejores decisiones en salud.
Las controversias del screening contra el cáncer
En un principio, los programas de screening o detección precoz del cáncer pueden parecer siempre recomendables. Cuanto antes se detecte un tumor, más efectivo será el tratamiento y más probable la curación. Pero esto no siempre es así.
Las campañas masivas de screening pueden tener efectos perjudiciales: al hacerse a tanta gente pueden dar lugar a muchos falsos diagnósticos, con el sufrimiento psicológico que suele acarrear. Además, en algunas ocasiones los tumores asintomáticos no tienen por qué progresar o ser agresivos, por lo que se aumentan los tratamientos innecesarios, no exentos de efectos secundarios. Y, también, son campañas muy caras, que suponen dejar de invertir en otros aspectos que podrían ser más beneficiosos.
De todas formas, hay campañas recomendables. Según Xavier Bonfill, aunque los programas varían un poco según el país, “la eficacia parece probada en los casos de cáncer de colon, cuello de útero y mama, aunque en este último caso la mejora en la mortalidad no parece ni mucho menos tan grande como se decía en un principio”.
La hipertensión: un baile de números y pastillas
Hay enfermedades o aspectos de la salud que vienen determinados por un número, un punto de corte. En el caso de la hipertensión, hasta 1993 se consideraba hipertensa a toda persona con una tensión arterial mayor de 160/95. Ese año se relajaron los criterios: bastaba con que fuera mayor de 140/90. Eso hizo por ejemplo que, de un día para otro, 13 millones de estadounidenses que por la noche tenían una tensión considerada normal amanecieran hipertensos.
En 2010, sin embargo, un estudio de la organización Cochrane observó que el tratamiento en estos “nuevos” hipertensos leves no mejoraba la mortalidad ni la calidad de vida. Para la plataforma Nogracias, este estudio demuestra que la evidencia científica era insuficiente para hacer los cambios, y apunta a que la industria farmacéutica presionó para instaurarlos (algo que, según comenta Abel Jaime Novoa, “también sucede en otros campos como el del colesterol, la diabetes o la osteoporosis”). Para Xavier Bonfill, estas definiciones “deberían ser más transparentes y basadas en la evidencia, porque las decisiones por consenso son una caja negra donde no se sabe bien lo que hay”. En el caso de la hipertensión, aunque los criterios se han relajado en algunos casos, como en los mayores de 60 años, hoy en día las recomendaciones siguen siendo bastante similares a las que se adoptaron tras 1993.
En el caso de los screening de cáncer, por ejemplo de colon, me pregunto porqué en pacientes que no tienen antecedentes familiares, siempre se llevan a cabo, en base a la edad. En estos estudios nunca se tienen en cuenta datos referentes a la información genética o al estilo de vida de las personas. Algo que sin duda, ayudaría a clasificar la población en grupos de mayor o menor riesgo.