Demencias fuera del cerebro (o la relación entre párkinson, intestino, alzhéimer y priones)

La enfermedad de Parkinson es una enfermedad cerebral. Pero cada vez parece más cierto que en ciertos casos su origen puede estar en el estómago o el intestino y de ahí ir extendiéndose hasta llegar al cerebro. Como si fuera una infección. Sólo que en este caso no es un virus sino una proteína. Y una teoría cada vez más extendida sostiene que esa proteína se comporta de forma parecida a como lo hace un prion.

Este texto es la versión original del artículo titulado «Priones que saltan del intestino al cerebro, la última explicación del párkinson», que fue publicado por Jesús Méndez en la agencia Sinc el 25/07/2014.

La enfermedad de Parkinson, esa que ataca y altera los movimientos (y seguramente terminará afectando la conducta) de Muhammad Ali y Michael J. Fox  —entre otros seis millones de personas en todo el mundo—, es sin lugar a dudas una enfermedad cerebral. Pero, casi en contra de la intuición, cada vez parece más cierto que en ciertos casos su origen puede estar en el estómago o el intestino (o incluso en la nariz), y de ahí ir extendiéndose, saltando de neurona a neurona hasta llegar a algunos de los más importantes centros cerebrales del movimiento. Como si fuera una infección avanzando de célula a célula. Sólo que en este caso lo que salta no es un virus o una bacteria, sino una proteína. Y una teoría cada vez más extendida sostiene que esa proteína se comporta de forma parecida a como lo hace un prion.

Ahora que lo hemos dicho todo, vayamos a por las partes.

Breve historia del párkinson

La enfermedad de Parkinson fue descrita por primera vez en 1817 por James Parkinson, un médico inglés que la nombró como “la parálisis agitante”. Esa descripción define dos de sus principales características: una gran rigidez, con dificultad para iniciar movimientos como el de caminar, y en muchas ocasiones un temblor de reposo. (Este último es el que hace que aparezca, por ejemplo, el signo de “contar monedas”, en el que los enfermos mueven continuamente los dedos pulgar e índice hacia delante y hacia atrás.) Casi cien años después se descubrió que estos signos se debían a una pérdida de neuronas en la llamada “sustancia negra”, una pequeña región en el centro del cerebro que produce gran cantidad de dopamina y que permite regular y “afinar” nuestros movimientos. Y que en todos los casos aparecían lo que se dio en llamar “cuerpos de Lewy”, pequeños y característicos depósitos de proteínas que por entonces no se sabía de qué estaban formados, por qué se formaban ni qué papel tenían en la enfermedad. Así hasta 1997.

En 1997 aparecieron dos artículos que supondrían un salto cualitativo en el conocimiento de la enfermedad. En uno de ellos se describía, en varias familias italianas y griegas, la primera mutación relacionada con el desarrollo del párkinson. La proteína afectada por la mutación era la llamada alfa-sinucleína. Sin mucho esperar, justo dos meses después, el segundo artículo realzaba su importancia, al demostrar que la alfa-sinucleína era un componente principal de los cuerpos de Lewy. Ahora mismo se considera que aproximadamente el 10% de los casos son de origen genético. Al 90% restante se les considera casos esporádicos, y en estos nos vamos a centrar.

Una historia hacia delante y hacia atrás

Las alteraciones del movimiento son los signos principales que llevan al diagnóstico, pero —como en el movimiento de “contar monedas”— la enfermedad tiene una historia hacia delante y también una historia hacia atrás.

Hacia delante, en su progresión, el daño neuronal se va extendiendo globalmente por el cerebro, ocasionando pérdidas de memoria y de orientación y alteraciones de la personalidad. Es lo que se conoce como demencia asociada a la enfermedad de Parkinson.

Hacia atrás, y de forma mucho más silenciosa, la enfermedad parece tener un largo historial:

Cuando se pregunta a los enfermos de párkinson por alteraciones que hubieran notado antes de ser diagnosticados, hay tres aspectos que muchos de ellos suelen citar: en los años anteriores (hasta 10 o incluso 20 años antes) han tenido problemas de sueño, han sufrido problemas digestivos (estreñimiento, digestiones pesadas) y han notado que tienen menos capacidad para captar olores. Estos dos últimos síntomas, tan alejados de lo que se considera intuitivamente como párkinson, dieron lugar entre 2003 y 2006 a una serie de estudios que en cierto modo revolucionaron la visión que se tenía de la enfermedad.

Infografía de José Antonio Peñas | SINC


En esos estudios, realizados por el equipo de Heiko Braak, un veterano médico alemán, se veía que en la mayor parte de los casos esporádicos (los no genéticos) el párkinson no comenzaba en el cerebro, sino fuera de él. Recogieron muestras de gente ya fallecida, tanto aparentemente sana como en diferentes momentos de la enfermedad, y comprobaron que ésta parecía seguir un trayecto característico. Los cuerpos de Lewy (los depósitos de proteínas que la caracterizan) aparecían primero en dos lugares: uno era el bulbo olfatorio, una región que recoge los nervios procedentes de la nariz. El otro era el llamado núcleo dorsal del vago, una pequeña región del tronco del encéfalo (la parte que conecta el cerebro con la médula espinal) que es justamente la que envía nervios al estómago y al intestino para regular sus movimientos. Pero además, cuando éste núcleo estaba afectado también lo estaba el sistema nervioso entérico, es decir, las neuronas que tapizan el estómago y el intestino (y que, por su abundancia e importancia se han dado en llamar, metafóricamente, como el segundo cerebro). Si bien parecía que la enfermedad no podía avanzar más allá del bulbo olfatorio (esto ahora no está tan claro), no sucedía lo mismo en el caso del intestino. Los cuerpos de Lewy se veían sucesivamente en regiones superiores: primero en otras zonas del tronco del encéfalo, luego en los centros del movimiento y al final en la corteza cerebral, la región más superior. De algún modo parecía que la enfermedad avanzaba en sentido ascendente, y que sólo cuando llevaba suficientes años desarrollándose llegaba hasta los núcleos del movimiento y los dañaba de manera tal que el diagnóstico se hacía evidente.

Además, llamaba la atención que las regiones inicialmente afectadas fueran zonas de “contacto” con el exterior, lo que sugería que la enfermedad podía empezar por algún tipo de agresión externa.

Para Francisco Pan-Montojo, neurólogo e investigador español en la Universidad de Múnich, “la hipótesis de Braak es válida en general, pero quizás dependa de la edad y de la causa”. Y es que se han visto bastantes excepciones: “en el caso de procesos propios del envejecimiento no tiene por qué cumplirse exactamente”.

Siendo esto así, fue en cierto modo el propio Pan-Montojo el que demostró que la hipótesis, como poco, era viable.

Del intestino al cerebro

Desde hacía tiempo se sabía que había sustancias capaces de inducir párkinson, al menos cuando se inyectaban directamente en sangre. Una es la llamada MPTP, un derivado que aparece en ocasiones en la fabricación de drogas de diseño. Otro es la rotenona, un pesticida natural. Lo que hizo el equipo de Pan-Montojo fue ir un paso más allá: pusieron rotenona en el estómago de ratones y esperaron a ver lo que sucedía. Sin que se detectara ni en sangre ni en el cerebro, solamente en el intestino, vieron que la rotenona era capaz de provocar acúmulos de alfa-sinucleína, que éstos iban ascendiendo del intestino al cerebro, que podían saltar de célula a célula y que, si cortaban el nervio vago, el que conecta el cerebro con las neuronas intestinales, este viaje vertical se detenía.

Por entonces (2012), lo que más llamó la atención en la opinión pública fue que un pesticida fuera capaz de producir todos estos efectos, pero “la novedad principal del estudio residía en el hecho de que daba base a la hipótesis de Braak”, asegura Pan-Montojo. Al fin y al cabo ya se sabía que la rotenona podía tener estos efectos, el experimento era en ratones, las dosis empleadas eran elevadísimas y, además, se trataba de un pesticida ya retirado.

Pan-Montojo fue a visitar a Braak para comentarle los resultados. “Le encantó el trabajo, porque se daba cuenta de que confirmaba en parte su hipótesis de la progresión. No le gustó tanto que fuera por pesticidas”, comenta. Y es que Braak siempre pensó que el origen estaba en un virus, algo que nunca se ha demostrado.

Ahora bien, ¿cómo hace la enfermedad para ir avanzando? ¿Es la alfa-sinucleína la responsable? Si es así, ¿cómo lo consigue? Este es un campo también lleno de hipótesis.

Las nuevas teorías priónicas

Hasta hace no mucho tiempo el consenso general sobre el origen de la enfermedad de Parkinson era que, ya fuera por causas genéticas, por envejecimiento o por algún tipo de “agresión” externa, ciertos grupos de neuronas especialmente sensibles comenzaban a degenerar —a diferentes ritmos pero de forma simultánea— y a acumular los típicos cuerpos de Lewy, donde se agregaban moléculas de alfa-sinucleína.

(Entre los posibles agresores externos estaban virus y tóxicos como ciertos pesticidas y metales pesados usados en la industria. Mientras la relación con los virus no se ha podido observar, algunos trabajos sí señalan cierta correlación entre la exposición de tóxicos y desarrollo de párkinson. Pero en general los estudios son todavía débiles y no se ha demostrado que sean verdaderamente responsables.)

Sin embargo, los descubrimientos recientes han llevado a muchos científicos a abrir el espectro de posibilidades sobre cómo se desarrolla la enfermedad. No sólo a partir de que Braak comenzara a mostrar los resultados de sus investigaciones, sino también por el importante papel que la alfa-sinucleína ha ido cobrando en los últimos años.

En 2008 se publicó un hallazgo cuando menos sorprendente: una de las terapias experimentales para tratar el párkinson consistía en introducir en el cerebro de los enfermos células embrionarias productoras de dopamina. De esa manera se pretendía contrarrestar el déficit que la enfermedad provocaba. Inesperadamente, cuando más de diez años después del tratamiento algunos de los pacientes comenzaron a fallecer, se comprobó que en varios de ellos las células introducidas contenían también cuerpos de Lewy, algo que, dada su corta edad, no era ni mucho menos esperable. Había varias causas posibles, pero uno de las más probables era que la alfa-sinucleína hubiera pasado de las células enfermas a las sanas, que se hubiera extendido como una infección; como si la proteína tuviera propiedades priónicas.

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Los priones actúan como un «molde»

Un prion, tal y como lo definió Stanley Prusiner— premio Nobel de Medicina por su descubrimiento—, es “una partícula proteica infecciosa que no tiene ácido nucleico”. Es decir, es el equivalente a un virus o una bacteria pero sin ADN o ARN. Se trata de una proteína con unas características tan especiales que —como si fuera un molde— es capaz de cambiar la estructura de otras proteínas similares haciendo que esta nueva estructura se propague, generalmente con consecuencias fatales, como sucede en la enfermedad en la que se descubrió: la enfermedad de Creutzfeld-Jacob o mal de las vacas locas. Curiosamente, la estructura de la alfa-sinucleína en el párkinson presenta varias similitudes con la proteína priónica, y ha pasado tres exámenes que no son suficientes pero sí son necesarios para pensar que tiene propiedades parecidas: es capaz de “saltar” de célula a célula; es capaz de cambiar la conformación de la alfa sinucleína “sana”, al menos en cultivos de laboratorio y, especialmente, es capaz de iniciar y desarrollar por sí sola la enfermedad.

Y esto último es algo que se acaba de demostrar.

“Lo que hicimos fue extraer cuerpos de Lewy con alfa-sinucleína directamente de los cerebros de pacientes con párkinson ya fallecidos”, comenta Miquel Vila, neurólogo y jefe del laboratorio de enfermedades neurodegenerativas en el hospital Vall d´Hebron, en Barcelona. “Después los inyectamos directamente en el cerebro de ratones y de monos completamente sanos y vimos que eran capaces de alterar la alfa-sinucleína propia de los animales convirtiéndola en patológica”. Además, vieron que la enfermedad se propagaba por las zonas cerebrales adyacentes, luego no se trataba de un “ataque” general, sino que se extendía progresivamente y por criterios de vecindad.

Aunque algunos científicos consideran este trabajo como clave para demostrar la teoría priónica, el propio Vila prefiere mantener cierta cautela: “Lo que nosotros demostramos es que la proteína es capaz de iniciar y desarrollar la enfermedad. Y aunque los datos apuntan a ello, no tenemos pruebas definitivas de que actúe al modo de un prion”, comenta. Del mismo modo opina Pan-Montojo, quien considera que “la alfa sinucleína podría simplemente estar causando un estrés a la célula, y ser este estrés el que vaya dando lugar a la enfermedad. Es posible también que sea una mezcla de las dos cosas, pero aún necesitamos estudiarlo con más detalle”.

Prusiner, sin embargo, tiene claro que la alfa-sinucleína se comporta como un prion. Lo que sí conviene dejar claro es que hay un criterio que muchos consideran necesario y todavía no ha cumplido: en ningún caso se ha demostrado que la enfermedad pueda ser contagiosa de uno a otro individuo.

Hacia nuevos tratamientos

Sea o no sea un prion, comience en el intestino o no, de confirmarse el modo de extenderse que parece tener la enfermedad abriría nuevas y numerosas posibilidades de tratamiento. Ahora mismo hay fundamentalmente dos: administrar L-Dopa —que permite aumentar los niveles de la dopamina perdida— o colocar un electrodo en una zona concreta del cerebro (el núcleo subtalámico) para estimularlo y mejorar el movimiento. Pero ninguno de los dos consigue curar la enfermedad, sólo “ocultarla” por un tiempo (y en el caso de la L-Dopa, con los años acaba provocando movimientos exagerados e incómodos, como los que se observan en el vídeo de Michael J. Fox).

Entre los tratamientos sobre los que se investiga están algunos destinados a disminuir la producción de alfa-sinucleína, a interceptarla mediante anticuerpos en su salto celular o a estimular su reciclaje en la célula. Pero “todos ellos son aún experimentales”, puntualiza Vila. Esto es algo que inquieta a Michael J. Fox, cuya fundación ha aportado ya 400 millones de dólares a la investigación. Quizá por eso —cuenta el propio Vila—, en el último congreso al que acudió les dijo a los científicos, medio en broma medio en serio, que “no sabía qué estaban haciendo con tanto dinero”.

Poco a poco.

  ***

(Y además) Párkinson y alzhéimer: parecidos razonables

Aunque pueda no parecerlo, las enfermedades de Parkinson y Alzheimer tienen muchas similitudes. Pese a que las marcas características de esta última nunca se han visto fuera del cerebro, su evolución sigue asimismo un camino característico dentro de él (y también descrito por Braak). Además, entre los actores principales parecen estar dos proteínas (la beta-amiloide y la proteína tau) que se acumulan de forma muy parecida a como la alfa-sinucleína se acumula. Y últimamente se ha visto que también pueden pasar de célula a célula y se piensa que son capaces de, al estilo de un prion, actuar de “molde” para alterar a otras proteínas como ellas. Además, apenas hay tratamientos disponibles, y los que hay apenas consiguen frenar levemente el avance de la enfermedad.

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