Los genes del placebo: la piedra y la arena
El efecto placebo es el curioso proceso por el que un tratamiento teóricamente inerte puede actuar sobre una enfermedad. Ese efecto complica mucho las investigaciones. Y ahora se añade un punto más: la sensibilidad al placebo podría en parte venir dictada a partir de los genes. Es lo que empieza a conocerse como el placeboma. En el fondo, es «la piedra y la arena».

Escritor y periodista científico. MD, PhD
Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…
J.L. Borges. Fragmentos de un evangelio apócrifo.
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Son pantanosas las aguas de la medicina, la psicología y la variación individual.
(En realidad no pueden no serlo, si tratan con personas.)
Un claro ejemplo es el efecto placebo, el curioso caso por el que un tratamiento inocuo, inerte, sin ningún tipo de acción directa sobre la enfermedad, puede ser capaz de mejorarla si el paciente cree que la tiene. Ese efecto por el que una mera pastilla de azúcar puede, en algunos casos, aliviar un dolor de cabeza casi como si de una aspirina se tratase (y que lo haga mejor si es más grande, si lleva escrita una marca, si se cree que es más cara).
Lo curioso del caso es, sin embargo, una complicación enorme para la investigación. Saber que el mero hecho de tratar a una persona puede influir en el resultado hizo que los estudios tuvieran que doblar su tamaño: era necesario incluir a todo un grupo de personas que tomaran esa pastilla de azúcar (u otras muchas formas) pero sin saberlo, creyendo que podría ser el medicamento de verdad. Ha hecho que al final tenga que ser la diferencia entre los resultados de un grupo y otro lo que marque en cierta forma la eficacia real.
Pero la certeza tampoco acaba aquí. Y ahora crece una duda más.
El efecto placebo no parece ser tan líquido e impredecible como en un principio se podría suponer. Cada vez parece más claro que tiene una base física y que esta es diferente según cada cual (lo que a estas alturas ya no puede sorprender). Por ejemplo, desde hace más de treinta años se sabe —gracias a estudios con dentistas— que el efecto puede llegar a ser el mismo que el de unos cinco miligramos de morfina, el más famoso de los opiáceos. Pero aún más importante, que desaparece si se da algo que bloquee en el cerebro la acción de esos opiáceos. Es decir, que el placebo literal y físicamente puede funcionar como si de uno de ellos se tratase.
Se sabe también que el efecto del placebo no solo modifica los circuitos del dolor, que también tiene su lugar en frentes tan dispares como la depresión, el párkinson, la hipertensión, el asma o el colon irritable, entre otras (muchas) cosas. Y que actúa sobre neurotransmisores tan centrales en el ánimo como la serotonina o la dopamina. Lo cual tampoco es de extrañar: si su efecto se produce por un cambio en el ánimo, ¿qué iban a hacer si no?
Y entonces llega la última complicación. Si el placebo afecta a unas personas más que a otras, y si en una investigación caen todas ellas en el mismo grupo, ¿eso no cambiaría los resultados? Seguramente sí: podría hacer que unos medicamentos parecieran más eficaces de lo que son. O lo contrario, que un fármaco útil aparentara no servir.
Para evitarlo habría que saber quiénes son los más sensibles al placebo y, o bien repartirlos entre los grupos por igual, o bien no incluirlos. Y puede haber maneras de hacerlo, o al menos de acercarse. Igual que hay un genoma, investigadores de Israel hablan ya de lo que se llamaría el ´placeboma´, el conjunto de genes que determinarían nuestra sensibilidad al placebo. De momento hay pocos estudiados, pero ya se habla de unos once. Sobre todo de unos pocos que tienen que ver con el metabolismo de la dopamina. Eso sí, lo dicen los propios autores: que “el campo está todavía en su infancia”, que incluso “podría haber genes diferentes para cada tipo de placebo” y que, en fin, “sería demasiado simplista decir que unas pocas variaciones determinan completamente una respuesta tan compleja”.
Pero una parte sí que podrían explicarla. De ser así, las preguntas no se detendrían: ¿Deberían los más susceptibles quedarse fuera de los ensayos clínicos? ¿Podrían (deberían) los médicos solicitar un test genético y, si el paciente es más sensible al placebo, bajar la dosis del fármaco? ¿Se debería informar a los pacientes? ¿Podrían estos rechazarlo?
Al final todo se resume a esto: a intentar ir haciendo piedra de la arena.
Al final estamos ante el mismo reto que plantean los medicamentos y la gran parte de cosas que nos ocurren en la vida. Cada persona es un mundo y ante unos hechos responde de diferente manera.
Un abrazo y enhorabuena por tu trabajo y premios
Hola Nines,
Qué bueno ver que entras por aquí. Sí, no sé si un mundo pero desde luego cada uno tiene sus particularidades. Lo curioso de este tema es pensar que, aunque sea de forma grosera, quizás se pueda anticipar quiénes van a reaccionar de una manera u otra. De ser así no es descabellado pensar que habría que tenerlo en cuenta en los ensayos clínicos. Al fin y al cabo es cuestión de ir controlando cada vez más variables…
Un abrazo (y gracias).